Me escondía con el ego entre las piernas y descubrí que no era a ti a quien temía.
Cortabas el aire con una mirada y apagabas cualquier acto de rebeldía.
Y así se pasó la mitad de mi vida, entre el miedo, el respeto
Tengo que escribirlo. Necesito rellenar con tinta ficticia esta hoja digital. Me urge dejar constancia de tu inesperada visita. Hacía mucho que no te pensaba… Desperté sobresaltado y empapado en sudor. Molesto. ¿Dónde estarás? Hubo un tiempo en el que esperaba toparme contigo a cada paso por los laberintos de esta inmensa ciudad. Pero mis esperanzas se esfumaron cuando me llegó una breve crónica de tus movimientos… Ya no habitabas el mismo espacio.
De repente esta noche te siento con una apabullante claridad. Te hablo, te acaricio, te beso… Y tú te escabulles como una serpiente huidiza de entre mis brazos. ¿A dónde vas? ¿Qué me quieres decir con esa mirada anhelante?
En mi sueño te convertías en algo inerte, sin vida. Pero al fin y al cabo eras tú. Yo lo sabía, con esa sabiduría translúcida que otorgan los sueños, por eso seguía amando esa cosa informe que ya en nada se parecía a ti.
Entonces amanecí. Con el regusto amargo de una despedida que nunca llegó a suceder. Con los ojos húmedos de nostalgia, con la resaca aplastándome la cabeza y con el dolor del deseo asfixiándome bajo las sábanas.
He convivido demasiado tiempo con unos primos heterocigóticos en el sur de la India. He viajado a través de un río que ya no existe. He desmigajado una prosa hecha con encajes de volutas de incienso.
He deseado ser de piel oscura y de ojos grandes, como mis primos de Kerala. Y he soñado con el olor de mi persona amada, como el Dios de las pequeñas cosas.